No sé, quizás sea una excentricidad esto de esperar al invierno para comenzar a caminar. En seis meses no me había movido de casa y, justo cuando el frío se instaló en la península, me dio por ahí. Creo que le he cogido afición a transitar por los Caminos de Santiago en invierno. Es un asunto muy particular ese de levantarse todos los días a las seis de la mañana, partiendo del confort de un albergue, para entregarse al frío del invierno bajo la lluvia o un manto de estrellas. No sabría explicarlo muy bien, pero sucede; me gusta. El pasado mes de diciembre terminé con la Ruta de la Plata, unas pocas etapas que habían quedado en el limbo esperando a ser concluidas; después, en Navidades, hice el Camino de San Salvador que sometió mi cuerpo a una buena experiencia cuando tuve que atravesar la Cordillera Cantábrica en plena nevada. Tras ello me vine a Madrid a esperar a los Reyes Magos y, casi digiriendo el roscón de reyes, me marché a Oviedo para iniciar el Camino Primitivo. En febrero un día tomé el autobús en dirección a Andalucía y me planté en Antequera para retomar el Camino Mozárabe del que ya.
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